El joven rey de un imperio lejano se cayó un día de su caballo y se rompió las dos piernas.
A pesar de contar con los mejores médicos, ninguno consiguió devolverle la movilidad. No le quedó más remedio que caminar con muletas. Debido a su personalidad orgullosa, el monarca no soportaba su invalidez, por lo que ver a gente de la corte caminando sin esfuerzo le ponía de muy mal humor. Por eso mandó publicar un decreto por el cual se obligaba a todos los habitantes del reino a llevar muletas. Del día a la noche, todo el mundo comenzó a arrastrarse —en contra de su voluntad— con el apoyo de dos palos de madera.
Las pocas personas que se rebelaron —negándose a andar con muletas— fueron arrestadas y condenadas a muerte. Tal era la crueldad del rey. Desde entonces, las madres fueron enseñando a sus hijos a caminar con la ayuda de muletas en cuanto comenzaban a dar sus primeros pasos. Y dado que el monarca tuvo una vida muy longeva, muchos habitantes desaparecieron llevándose consigo el recuerdo de los tiempos en que se andaba sobre las dos piernas.
Años más tarde, cuando el rey finalmente falleció, los ancianos que todavía seguían vivos intentaron abandonar sus muletas, pero sus huesos, frágiles y fatigados, se lo impidieron. Acompañados por sus inseparables muletas, en ocasiones trataban de contarles a los más jóvenes que años atrás la gente solía caminar sin la necesidad de utilizar ningún soporte de madera. Sin embargo, los chicos solían reírse de ellos.
Movido por su curiosidad, en una ocasión un joven intentó caminar por su propio pie, tal y como los ancianos le habían contado. Al caerse al suelo constantemente, pronto se convirtió en el hazmerreír de todo el reino. Sin embargo, poco a poco fue fortaleciendo sus entumecidas piernas, ganando agilidad y solidez, lo que le permitió dar varios pasos seguidos. Curiosamente, su conducta empezó a desagradar al resto de habitantes. Al verlo pasear por la plaza, la gente dejó de dirigirle la palabra. Y el día que el joven —ya recuperado— comenzó a correr y a saltar, ya nadie lo dudó; todos creyeron que se había desquiciado por completo.
En aquel reino, donde todo el mundo lleva una vida limitada caminando con la ayuda de muletas, al joven se le recuerda como «el loco que caminaba sobre sus dos piernas».1
El lunes por la noche, gracias a la luz de una lámpara encendida a miles de kilómetros de la España apagada, releí este cuento de Michel Piquemal. Me pareció más revelador que nunca.
No tenía claro lo que había ocurrido. Tampoco demasiada esperanza de enterarme algún día. La verdad es que no me interesa la diferencia entre voltios y hercios, ni la causa técnica del fallo que dejó a millones de personas sin electricidad en segundos.
Pero que no seamos capaces de resolver las fórmulas que rigen nuestro mundo moderno no debería impedirnos intuir las implicaciones de su colapso temporal. Como con todas las cosas importantes, la intuición puede ver más que la razón.
Quizás este apagón sea una oportunidad para repensar no solo la red eléctrica, sino la red de hábitos que hemos tejido en torno a ella. Y es que el siglo XXI nos lo está gritando a la cara: dependemos en exceso de tecnologías modernas que no comprendemos.
Pero el problema no es la tecnología.
Sería absurdo criticar la tecnología mientras escribo en un portátil, con Wi-Fi, viajando en tren de Nueva York a Boston, escuchando a Gavin Greenaway por unos auriculares inalámbricos.
El problema no es la tecnología, sino olvidar que nosotros estábamos aquí antes que ella.
El problema es pasar de utilizar tecnologías modernas como complemento de las soluciones naturales o analógicas, a utilizarlas como su sustituto. Una vez alcanzamos ese punto de no retorno, pasamos a depender en exceso de ellas. Nos acostumbramos a caminar con muletas y olvidamos que tenemos dos piernas.
Se ve muy claro en arquitectura.
Cuando aparecieron los sistemas de aire acondicionado y calefacción, se pensaron como complemento. Los edificios seguían aprovechando la orientación, las formas o los materiales para dialogar con el sol, el viento y la geografía. Y si hacía mucho frío o mucho calor, los sistemas artificiales sumaban confort. Eran un apoyo.
Hoy, construimos edificios incapaces de respirar por sí mismos. No tienen ventanas que se abren. No pueden garantizar condiciones saludables sin ayuda mecánica. Son inútiles sin electricidad. No hay luz, ni agua, ni aire limpio. Qué inútil una persiana automática si no puedo decidir subirla manualmente.
No es un problema de tecnología.
Es un problema de diseño.
De haber eliminado las estrategias naturales porque confiamos ciegamente en las artificiales.
¿Te imaginas eliminar las escaleras de los edificios porque tenemos ascensores? En unos años podría no parecernos tan descabellado.
Y así, poco a poco, nuestra obsesión por la tecnología, la eficiencia y el control va dando forma a un entorno físico con escasa capacidad de adaptación al cambio, la incertidumbre, lo imprevisible. Cuanto más control creemos tener, menos margen de error tenemos frente a lo inesperado.
Pero existe una alternativa:
Aprender de la naturaleza.
Como nos recuerda Nassim Taleb, la naturaleza no busca eficiencia, sino sobrevivir. Por eso tenemos dos ojos, dos pulmones, dos riñones. La redundancia es una estrategia de diseño que permite a la naturaleza gestionar riesgos. La naturaleza no optimiza. Se protege. Prefiere gastar energía en sistemas duplicados antes que quedar expuesta a una única vía de fallo.
La redundancia es una forma de inteligencia evolutiva. El cuerpo humano ha sobrevivido cientos de miles de años no porque sea eficiente, sino porque es redundante. Un solo pulmón puede ser más económico, pero quien lo porta tiene menos probabilidades de transmitir su ADN a la siguiente generación.
¿Y si aplicamos este principio al diseño de nuestras vidas?
¿Podemos construir hábitos, sistemas e infraestructuras que se beneficien de la tecnología pero que no la necesiten para sobrevivir?
Diseñar redundancia es un ejercicio de humildad. Requiere reconocer que no tenemos el control absoluto sobre un futuro incierto. Que lo imprevisible es probable. Y que solo seremos capaces de explicar lo ocurrido cuando ya sea demasiado tarde.
Diseñar redundancia requiere reconocer que la tecnología puede ser un buen siervo que haga nuestras vidas más fáciles.
O un horrible amo que convierta a nuestra especie en la más inteligente e inútil del reino animal.
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Michel Piquemal, Las filofábulas para aprender a convivir.
Brillante, no puedo elegir un solo párrafo para destacar, porque cada uno me parecía reseñable y que era lógica antesala del siguiente.
Maravillosa forma de enlazar el relato con la afición humana a hacernos dependientes de todo aquello que es difícilmente controlable.
Me quedo con esa valiosa conclusión: necesitamos margen de maniobra y adaptabilidad ante la incertidumbre de cuando ocurrirán imprevistos. ¿Qué necesidad hay de hacerse dependiente de herramientas en lugar de utilizarlas a nuestro favor?
No sé si conoces la permacultura. Si has indagado en bioconstrucción (diseño de edificios que aprovechan eficientemente todos los recursos) alguna vez quizá has escuchado el término.
La permacultura busca diseñar imitando la naturaleza, porque en efecto en ella la resiliencia, la antifragilidad, es clave. Una de las máximas de la permacultura es que "una sola función importante no la cumple un único elemento". No solo los árboles aportan oxígeno, no solo las abejas polinizan, no solo los hongos descomponen materia orgánica... Muchos elementos del sistema colaboran y se interrelacionan para cumplir todo tipo de funciones, por si una de ellas falla. Y es un sistema que, desde luego, estamos poniendo a prueba con la manera en que explotamos los recursos naturales y vertemos toxicidad al medio. Es gracias precisamente a la resiliencia de la naturaleza que estamos aún vivos.
Debemos volver a la naturaleza para inspirarnos. Y para recuperar la humildad, como tú bien dices 🧡 M.