Siempre me ha dado mucho respeto hablar de la belleza, pero hoy voy a intentarlo. Y la culpa la tiene un edificio en Mali.
La Gran Mezquita de Djenné es el mayor edificio religioso de barro del mundo.
Pero lo más interesante de esta mezquita no es su tamaño, ni tampoco su forma.
Construida a comienzos del siglo XX sobre los restos de una estructura anterior, la mezquita se eleva sobre una gran plataforma. Esta base sirve para proteger el edificio de las inundaciones estacionales del río Bani. Cuando la línea que separa lo sólido y lo líquido es cambiante y dinámica, construir en alto es una forma de resistencia.
También lo es construir con barro. Los gruesos muros de tierra apisonada regulan la temperatura en el interior para ofrecer confort sin aire acondicionado. Sin electricidad. Sin máquinas.
Pero tampoco es esto lo que convierte a la mezquita en un edificio único en el mundo.
Fíjate bien en la siguiente foto:
¿Ves esas piezas de madera que sobresalen de la fachada de la mezquita?
No tienen función estructural, pero tampoco están ahí por capricho.
La belleza como ritual
Cada año, después de las primeras lluvias, la comunidad de Djenné se reúne para reparar los daños que la estación seca ha causado en la mezquita. La celebración se llama Crépissage de la Grand Mosquée. Durante unos días, la comunidad rellena las grietas y repone el revestimiento de barro con una mezcla nueva.
Las piezas de madera sirven como andamiaje.
El ritual de reparación no es una simple intervención técnica. Es una celebración que combina trabajo, transmisión de saberes y reafirmación de la identidad colectiva. Participan hombres, mujeres, niños, mayores. Unos preparan el barro. Otros lo suben a los andamios. Otros lo aplican con las manos.
El valor del edificio no está en su forma, sino en el proceso que lo mantiene con vida. En cómo se construye y se reconstruye cada año a través del acto colectivo.
Si la mezquita física se conserva a pesar del clima, la mezquita social lo hace gracias a él. Porque el clima exige compromiso, y ese compromiso fortalece a la comunidad.
La belleza que nos pertenece
A menudo buscamos la belleza en el objeto. Lo pulido. Lo perfecto. Lo terminado.
Djenné sugiere otra posibilidad. Una belleza que no reside en el objeto, sino en la experiencia que este hace posible. Una belleza frágil que requiere atención, esfuerzo y participación. La belleza de un huerto que renace o de una pareja de ancianos cogidos de la mano.
Una belleza fabricada con tiempo.
Cuando un edificio activa ese tipo de experiencia, cuando nos hace parte de su cuidado, de su permanencia a través del cambio, pasa a formar parte de nuestra identidad. No nos ofrece una belleza autónoma, externa, sino una belleza que nos pertenece. Porque nos necesita.
Hoy interpretamos los edificios como objetos fríos y estáticos. Rechazamos el barro, las persianas, la madera y todo aquello que debe ser mantenido. Percibimos la necesidad de cuidado como una molestia. El vínculo como una debilidad.
Pero la mezquita de Djenné nos recuerda que hay otra manera de relacionarnos con el entorno.
Nos recuerda que la arquitectura es un ser vivo que se construye a partir del compromiso y del reencuentro.
Nos recuerda que la belleza no es sustantivo.
La belleza no es adjetivo.
La belleza es verbo.
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